Soy Valeria Jiménez y esta es una frase que definió mi vida a partir de Octubre 2009 no sólo como corredora, sino como ser humano.

Siempre me gustó el ejercicio y sobre todo correr. Estuve en el equipo de atletismo de la Universidad y mi sueño era conocer el mundo corriendo. Luego de graduarme, este sueño se quedó de lado y corrí poco, aunque mi primer maratón lo hice a los 21 años (Pittsburgh, aún como estudiante). Pasaron 4 años antes del siguiente en Hamburgo y 3 años después en CDMX.

La verdad es que en esa época estaba volcada en mi carrera profesional: trabajaba mucho, me la pasaba de fiesta y viajaba como loca, por lo que en estos maratones mi desempeño era bastante “mmmññeeeehhh”. No tenía ni entrenador ni disciplina, mucho menos sabía lo que eran los World Marathon Majors y no tenía ni pálida idea de qué significaba “The Boston Marathon” y porqué la gente moría por correrlo.

Así las cosas hasta 2009, año en que conocí a un tipo muy loco que era una máquina corriendo maratones y nos hicimos novios. Él me introdujo al verdadero mundo del maratón, la disciplina y adoptar la filosofía de corredor como estilo de vida. Él me convenció de que debería intentar calificar a Boston, así que acto seguido nos inscribimos al Maratón de Niágara Falls; una ruta que prometía las condiciones idóneas para calificar.

Me puse a entrenar durísimo para este maratón. Sin embargo, a los 2 meses empecé a sentir un dolor muy raro en la pierna izquierda; como a la altura de la rodilla pero que subía hacia el muslo. Me trató un ortopedista pero el dolor persistía y conforme el entrenamiento se intensificaba el dolor también. Pero yo estaba muy enamorada y no quería defraudar a mi recién adquirido novio; así que seguí y seguí, tomando analgésicos a diario que con el tiempo dejaron de hacer efecto y ocultando/aguantando siempre el terrible dolor que sentía. Todo con tal de “quedar bien” y lograr esa calificación a Boston.

Así pasaron los meses y poco a poco establecí una especie de “relación” con ese dolor. Empecé a entender y visualizar el dolor como un animal salvaje: fuerte, sigiloso y listo para atacar; y yo soberbiamente razoné que como cualquier animal salvaje, este dolor podía ser domado a fuerza de analgésicos y voluntad.

Llegó pues, el día del maratón. El clima era perfecto y la emoción estaba al tope; el corazón se me salía del pecho al imaginarme llegando a la meta en las Cataratas del Niágara y abrazar a mi recién adquirido novio, ambos calificados a Boston (cursilísimo). Me sentía confiada y segura, pero también sabía que algo me acechaba a lo lejos y que no me perdía de vista; me sentía como cuando una gacela percibe que el león está cerca pero se hace que la Virgen le habla para ver si el león se va.

Arrancó la carrera. Tomé un analgésico antes de empezar y todo iba “bien”. El animal acechaba pero lo mantenía a raya. Llegó el 21K. El “pacer” de 3:30 había quedado atrás y yo me sentía entera… pero llegó el 23K y sentía cómo el animal se iba acercando. Empezó el miedo. Llegó el 26K, y escuché una voz en el fondo de mi cuerpo que me gritaba “¡Cuidado, ahí viene!”. No hice caso y seguí. Para cuando llegué al 30K el animal ya me tenía como en una escena de Discovery Channel: yo era una presa atrapada entre las garras del animal, pero yo aún tenía fuerza para luchar e intentar escapar así que no me rendí. Seguí luchando contra el animal. Logré llegar hasta el 33K arrastrando la pierna, luego caminaba y cojeaba, luego brincaba de cojito porque ya no podía ni siquiera apoyarme. Así hasta llegar al 40K.

40K. Entonces, el animal me dio el zarpazo final.

En ese momento sentí un dolor que me atravesó y que sigo sin poder describir. A la fecha me despierto algunas noches reviviendo ese momento. Grité desde el fondo de la herida infligida y debió ser tan fuerte, que se acercaron muchos corredores para ayudarme. Llegaron paramédicos, voluntarios, espectadores. Un grupo de personas me cargó y ayudó a recorrer los 2,915 metros que faltaban. Mi recién adquirido novio había terminado hace mucho y en su preocupación de no verme se regresó y se unió al desfile para ayudarme a cruzar la meta.

Crucé la meta. Ovación. Medalla. No hubo beso de celebración con el novio, sólo mucha preocupación y tristeza. Mucho menos hubo Boston.

En Canadá me dijeron que seguramente mi dolor era algo muscular, quizás un desgarre.

Al regresar a México en cuanto nos bajamos del avión fuimos directo al hospital, en donde me dijeron fríamente que me había roto la cadera. “Fractura intertrocantérica, causada por estrés”. “Te tenemos que operar de inmediato” me dijo el médico, y me explicó y que debía insertar una “Placa de Richards” (WHAT?). Todo fue muy rápido. Sólo recuerdo que me enseñaron muchos fierros y me dijeron que los iban a taladrar en la pierna izquierda, pero que para eso tenían que cortar el músculo.

Anestesia.

Desperté al día siguiente sin poder moverme. La operación fue un éxito.

Mi primera pregunta: “Oiga Doc, ¿Y cuándo voy a poder correr?” Ya se imaginarán la cara del doctor.

“Primero tienes que aprender a caminar otra vez, eso va a tomar entre 12 y 18 meses” –dijo. “Luego después de unos años podrás correr 5K o 10K” –dijo mirando al techo. “Pero maratones, eso sí ya olvídalo”– me dijo viéndome a los ojos.

No puedo evitar llorar mientras escribo esto.

Y así fue.

Tal como lo prescribió el doctor.

18 meses de ardua rehabilitación. 18 meses en los que yo veía a la gente pasar CAMINANDO y me daban ataques de enviditis verdosa al verlos CAMINAR tan campantes, sin saber el privilegio del que estaban gozando. Fueron quizás los 18 meses más duros de mi vida, porque el animal no me dejó en paz. Sólo que ahora el animal había mutado: se había convertido en DEPRESIÓN.

Todo este tiempo fue una lucha constante contra el animal. Me vigilaba, me acechaba y muchas veces me atacaba; y en esas luchas casi siempre terminaba derrotada, llorando hasta secarme y golpeándome contra la pared, tomando ansiolíticos a veces en exceso para poder dormir durante días y escapar del mundo. No imaginan mi tristeza cuando al despertar de esos largos sueños me veía otra vez en mi cuarto revuelto y obscuro, las muletas recargadas aburridamente en la pared, y el animal viéndome desde la esquina, lamiéndose los bigotes esperando a atacar de nuevo. Toqué fondo muchas veces; todo el tiempo me sentía acabada y mi autoestima era inexistente. Varias veces pensé que ya no quería vivir.

Pero poco a poco volví a caminar.

Y me di cuenta que cuando caminaba el animal se alejaba. Esto me alentó a poner más empeño en caminar; porque entre más lo hacía, el animal se iba más lejos. Así fue como un buen día me animé a caminar sin bastón. Luego me animé a trotar 10 minutos, luego 30 y luego 1 hora. Poco a poco fui haciéndome de valor y ganándole terreno al animal. El trote se volvió una carrera de 10K, 21K, CrossFit y Spartan Races. Hasta que en 2014 decidí correr una modalidad de Spartan Race en Hawaii que sumaba 42Km. El novio de Niágara era ahora mi esposo, y fue el primero en decirme que NO lo hiciera. El doctor me dijo que NO lo hiciera. Mi familia, amigos, entrenadores y compañeros de oficina me dijeron lo mismo.

Pero lo hice. Y terminé en una pieza.

No sólo eso: quedé en 4to lugar general. Ganándole a gente de todo el mundo que había ido hasta Hawaii a correrla. Pero lo más importante: ganándole al animal. Por primera vez, esa lucha la había ganado yo.

Después de esta carrera me inscribí al Maratón de Tokio; uno de los míticos World Marathon Majors. No iba por un tiempo, no me importaba: sólo quería correr por la gratitud y el privilegio de poder hacerlo cuando me habían dicho que “me olvidara de los maratones”. Cuál sería mi sorpresa que para cuando llegué al 30K del Maratón, todo indicaba que podría calificar a Boston.

Y así lo hice.

La primera vez que califiqué a Boston fue en el Maratón de Tokio en 2015.

La segunda vez fue en el Maratón de Berlín 2015 (Maratón en el que hice mi PR 3:20).

La tercera fue en el propio Maratón de BOSTON 2016.

La cuarta en el Maratón de Nueva York 2016.

Este año ya corrí el Maratón de Estocolmo y voy por Chicago.

Entre 2015 a 2017 habré corrido ya 6 Maratones. Todos ellos con una placa de Richards en la pierna izquierda. Todos ellos con el animal siempre presente a lo lejos, la diferencia es que ahora sé cómo vencerlo.

Lo que no acabó conmigo, me hizo más fuerte.

Por: Valeria Jiménez

IG: valrunswild

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