Recuerdo el día que me fui a correr al bosque, literal, me quise perder en él y dejar de ver el reloj. Sin querer, había completado más kilómetros de lo imaginado, esta vez estaba en paz conmigo misma y los disfruté.
En una de mis tantas terapias psicológicas recuerdo haber trabajado el tema de mi desvalorización que de forma inocente, puse en la carrera. Yo empecé a correr por obligación, mi mamá no quería que estuviera de ociosa viendo la TV cuando yo era adolescente. Así que no comencé para demostrarle nada a nadie ni para superar algo, sin embargo, debo confesar que me enamoré tanto que desde entonces lo sigo haciendo.
En mis inicios como corredora jamás llegué a sentir la necesidad de demostrar a los demás que podía hacerlo igual o mejor, de hecho, recuerdo correr más por diversión y curiosidad que por otra cosa. Es más, mis primeras medallas las perdí, las dejé por ahí, las regalé. En mi cabeza solo se quedaban las experiencias para contar. Tampoco mis padres iban a verme, yo salía de casa, me ponía los tenis, corría, me daban la medalla y volvía a casa riéndome de la aventura que acababa de vivir.
Cuando llegué a la pista, igual me reía de mi rendimiento. Fue mi mejor época de correr, amaba competir. Sin embargo, tuve un coach que me enseñó a amar el running de una forma diferente, con más consciencia. Ya saben que a los 19 años me operaron las rodillas por atascada pero mi coach me enseñó que no había por qué sufrir el running. De él aprendí que no había prisa por acumular kilómetros, que lo importante era enfocarme en la velocidad cuando estaba en mis 20. Jamás me habló de graduarme como corredora con un maratón, eso era para cuando uno era más grande (después de los 30 que las fibras musculares de la resistencia ya están su punto).
Pero un día, la vida me puso a dirigir revistas deportivas y el boom de los maratones y ultramaratones llegó. Y fue como si me hubieran mandado al sótano ¡yo no había hecho un maratón! Me sentía menos que los demás. Lo hice y a partir de ahí se volvió una obsesión disfrazada de logros y sueños cumplidos, aunque claro, no voy a negar que el maratón me enseñó tanto, y una de esas cosas fue: no hay necesidad de correrlo si lo haces para «pertenecer». Y entonces me daba ansiedad no cumplir tiempos, no hacer mínimo dos maratones al año, no calificar a Boston, no intentar un triatlón cuando no me gusta nadar. ¡Que estrés!
Llegué con la psicóloga que veía en ese momento y me dijo: no hace falta que sufras, tú ya eres valiosa por el hecho de existir. «Claro que puedes correr tan rápido como quieres, claro que puedes nadar o pedalear como sueñas, pero hay que pagar el precio de entrenar más ¿lo quieres pagar en este momento de tu vida? Y aún así, ¿necesitas padecerlo para sentirte fuerte? No lo hagas por esa razón, hazlo porque quieres y te gusta».
Ese tema de pagar, de sufrir, de llorar, de tirarme para que me levanten no me gusta nada. Pero en ese momento de mi vida, parecía que correr era eso, que solo importaba rasgarme las vestiduras y enaltecer el dolor que sentía en una carrera.
Mi último maratón lo sufrí mucho. Anímicamente no estaba en condiciones de correrlo, hacía poco que mi papá había muerto y anímicamente estaba devastada. Juré no volver a correr hasta estar en condiciones mentales (cero desvalorización hacia mi persona) de hacerlo. De hecho, mi nueva coach mental me había pedido no hacer ninguna carta de duelo sobre mi papá hasta que no pasara el maratón, me iba a ir peor. Pensé en la cantidad de cosas que busqué resolver en las carreras todos estos años y por qué creía que era el lugar y el momento para hacerlo.
Al volver a México decidí estudiar Biodescodificación Biológica, neurobiología y lógica convergente y me enfoqué en la parte emocional de las enfermedades. Entendí que mi relación con correr había cambiado, ahora lo hacía por una cosa muy simple: porque me gusta. Ya había asimilado que no tenía que mostrar a nadie nada para sentirme corredora de verdad. Pero un día me percaté que aún me faltaba trabajar en el tema, me lesioné. Me creí el cuento de que no podía justificarme y pagué el precio. Llevaba 20 años sin que las rodillas me dolieran y eso me hizo reflexionar en lo que me faltaba trabajar.
Pero un día todo cambió. Porque yo corro por lo menos 4 veces a la semana, porque de verdad no puedo vivir sin correr, porque al hacerlo mi mente vuela y mi cuerpo se relaja, porque es mi hora feliz. Y si un día quiero correr 20 km lo hago sin terror, sin miedo, sin obligación. Y si no quiero calificar a Boston estoy en todo mi derecho, lo haré cuando sea más mayor, ese es mi plan. Porque correr es mi compañero de vida y entiende que no es prioridad, que a veces debe ceder su lugar a cosas que como persona también tengo que vivir.
Pero amo correr, porque siempre está cuando le necesito y si hoy requiero solo 4km con él, no me azoto (llegué a decir que yo por 5k no me levantaba de la cama) y si mañana se me antojan 20km, los corro con singular alegría. Ahora veo a correr como cuando ves a un amigo o amiga, a veces solo necesitas 15 min para decirle cuánto lo quieres, a veces necesitas 4-5 horas.
Que bonito es correr así, pero llegar a esto me llevó varios años de terapia psicológica, donde resolví mis temas mentales en el consultorio y no quise que correr tuviera esa responsabilidad. Ya me demostré lo que soy, lo que valgo. Correr es mi paz y mi diversión.
Con cariño, Sonia Chávez
@sonitachavez