42 kilómetros 195 metros, una experiencia que cambia vidas. Mi nombre es Daniela, tengo 23 años y soy maratonista.
Crecí con un papá corredor, él me presentó a este deporte, siempre me insistió que corriera con él pero nunca accedí, no fue hasta que los médicos le dijeron que ya no podía correr que decidí tomar un par de tenis y salir a ver lo que era aquello que tanto le apasionaba con mis propios ojos, o más bien, correrlo con mis propias piernas.
Este año decidí correr mi primer maratón, el maratón de Chicago, no pude haber elegido mejor. Fueron meses de entrenamientos, sacrificios, dietas y no salir a fiestas o antros; pero también fueron meses de descubrir nuevos lugares, aprender lecciones, encontrar nuevas amistades y sobre todo de crecer.
Durante todo ese tiempo a cada persona corredora a la que le contaba mi reto, me contestaba: “No vas a ser la misma después de correr un maratón”, honestamente nunca les creí, hasta que lo corrí.
Fueron 42.195 kilómetros de estar sola con mis pensamientos, descubrir lo fuerte que es la mente y aprender en cada transcurso de la ruta. Las primeras tres millas estuve distraída buscando a mi familia y muy desconcentrada ya que el GPS de mi reloj se volvió loco con tantos edificios, me marcaba kilómetros en 2 minutos, cosa que evidentemente no corro.
Después de encontrar a mi familia fue cuando realmente empezó el reto. No sabía en qué iba a pensar tanto tiempo, me urgía llegar al medio maratón para calcular más o menos en cuánto tiempo iba a cruzar la meta y la temperatura comenzó a subir. Iba decidida a disfrutar cada paso que diera en esa carrera y puedo decir que lo cumplí una vez que decidí que solamente lo quería terminar, sin presionarme por el tiempo, lo que pensaran los demás o por las exigencias que tenía conmigo misma.
Cada paso fue un paso de reflexión; aprendí cómo una simple sonrisa te puede dar ánimos, que te regalen una congelada puede hacer uno de los momentos más felices (aunque se me haya caído la mitad), pero sobre todo que un maratón no es solo un esfuerzo propio sino de todas las personas que estuvieron involucradas en el proceso e hicieron sacrificios contigo, aguantaron tus siestas inesperadas (si todavía no corres un maratón prepárate porque durante el entrenamiento me podía quedar dormida prácticamente en cualquier lugar y en cualquier momento) y también aguantaron tu mal humor porque ya no querías seguir entrenando pero sabías que lo debías seguir haciendo.
Los últimos 3 kilómetros fueron los que más trabajo me costaron, estaba decidida a caminar, estábamos a 30 grados, eran casi las 12 del día y me dolía todo lo que me podía doler y lo que no. Vi a una señora desmayarse por el calor y me asusté, me desconcentré y quería parar (los voluntarios ayudaron a la señora, para que no se queden preocupadas); fue ahí cuando realmente aprendí la fuerza de la mente. Decidí pensar en positivo “si quiero, si puedo, si debo” recordé que tres kilómetros es más o menos la distancia que recorro para calentar y me imaginé a mi familia esperándome en la meta y esos tres kilómetros, fueron los más rápidos del maratón. Corrí sin dolor, como si acabara de empezar, no sentí la subida de los últimos 800 metros y cerré como nunca en mi vida. Desde que pisé el tapete en la meta no dejé de llorar, lloraba de felicidad, de satisfacción y de poder compartir esto que tanto me apasiona con mi familia y mis amigos.
Efectivamente, no soy la misma persona que antes de correr el maratón, me he demostrado que puedo vencer cualquier reto que sienta que me sobrepasa, aprendí a valorar cada paso del transcurso y no solo el resultado, pero sobre todo, el maratón es 90% mental y todo tu entorno va a afectar a tu resultado, así que rodéate de gente que te apoye y crea en ti, como tú crees en ti misma.