Hay una frase que dice que «uno siempre vuelve a los viejos sitios donde amó la vida», y en la cima de una montaña, con los ojos llenos de un paisaje hermoso y el corazón latiendo a tope dentro de tu pecho, no puedes hacer otra cosa, más que amar la vida. Es por eso que vuelvo cada vez que me es posible.

Chupinaya es el nombre de una montaña, pero también de una carrera que se lleva a cabo en el municipio de Ajijic, Jalisco, un pueblito colorido y hermoso que está a orillas del Lago de Chapala.

Desde la primera vez que fui, en 2014, amé la experiencia completa. Ajijic te envuelve en un ambiente de tranquilidad, se respira arte, las calles están llenas de murales coloridos, las imponentes montañas y el lago que enmarcan el pueblo, son el toque especial de este pequeño paraíso. Aquí cabe agregar, que en Ajijic ¡se come riquísimo y se corre genial! Así que no es de extrañarse que siempre quiera regresar.

Así pues, el pasado mayo completé mi registro a Chupinaya 2017, eligiendo como prueba la llamada ruta «sólo para salvajes», un recorrido de 13.8k con 1060m de desnivel positivo. El año pasado la «corrí» y lo pongo entre comillas porque hay tramos de la ruta donde corres, caminas, trepas, gateas y a veces hasta ruedas; por lo tanto, ya sabía qué esperar.

Es una prueba dura, que desafía tu mente y tu cuerpo. Y en esta ocasión, Chupinaya desafío algo más, mi espíritu.

En marzo pasado tuve un accidente en un entrenamiento y tuvieron que darme 19 puntos en la rodilla derecha. Luego, cuando ya estaba volviendo a la normalidad, entrenamos un día, precisamente en Chupinaya, y por un descuido estuve a punto de caer de un punto alto sobre piedras, afortunadamente alguien estaba ahí y alcanzo a detenerme, pero pudo suceder algo feo. Hace poco, también en un entrenamiento, tropecé con una piedra y me herí las palmas de las manos y la rodilla. Así que venía de una racha de accidentes que me han ido generando mucha inseguridad, y al registrarme a la ruta de 13.8k estaba poniendo a prueba mi valor.

Llegamos a Ajijic el sábado, me sentía nerviosa desde que estaba recogiendo mi paquete. Cuando me entregaron mi bib con números rojos, sabía que no había vuelta atrás (los números rojos son para la ruta salvaje y los negros para la recreativa de 6.5k) Traté de no pensar mucho en la carrera, y de disfrutar mi estancia en mi querido Ajijic. Aunque en el fondo el duendecillo del miedo me picaba las costillas y me quitaba la calma. Después de ver un bello atardecer desde el Lago de Chapala, disfrutamos una pasta con una cerveza, para los nervios, y nos fuimos a descansar.

A las 6am desperté con el sonido de la lluvia, pero no resulta raro en Chupinaya que llueva antes de la carrera. Abrí los ojos, comencé a pensar en muchas cosas, y me di cuenta que había omitido un punto crucial en todo esto, definir mi objetivo.

Cuando uno regresa a una carrera, el objetivo siempre es mejorar el tiempo, pero en esta ocasión, el tiempo pasaba a segundo término para mi, lo que yo buscaba era recuperar la confianza perdida, disfrutar de la prueba sin accidentes, llegar a la meta satisfecha e íntegra, dando mi mejor esfuerzo.

Una vez aterrizado esto, supe que tenía que encontrar la calma para poder alcanzar mi mejor versión y enfrentar el reto con entereza.

Caminamos por las calles empedradas hacia la plaza y llegamos saludando a muchas caras conocidas. Todos viviendo la emoción de La Prueba Reina de Occidente.

La espera terminó y cuando menos pensamos, estábamos todos formados tras el arco de meta, esperando la salida que se anuncia con el trueno de un cohete. Volteé al cielo y solo pedí regresar con bien a ese mismo lugar. Y en eso «3, 2, 1… Y ¡pum!». Salimos corriendo por la calle en ascenso a conquistar la Chupinaya.

La gente sale de sus casas y te alienta con el alma, te sacan siempre tu mejor sonrisa, no puedes no agradecer esas palabras de ánimos que te llenan de esperanza.

Termina la calle que sube y sube, y al llegar al cerro, se estrecha el camino, quedando solo senderos, verde por todos lados, piedras, algunos arroyos y pequeñas cascadas que hacen de aquello una delicia visual. Hay rocas grandes que se deben trepar y creo que subirlas es más fácil que bajarlas.

Hay partes donde los árboles parecen formar túneles y otras donde, si te detienes un poco, puedes admirar el pueblo de Ajijic como si fuera una pequeña maqueta.

El ascenso fue duro, la humedad de ese día me hizo sudar como nunca en la vida. Pero valió la pena cada gota. La montaña estaba cubierta de nubes, el contraste que se creaba con todo lo verde del paisaje era una real obra de arte. Me habría gustado tomarme el tiempo para hacer fotografías, pero esta vez sólo capturé esas imágenes con mis pupilas.

Cuando llegas al punto más alto de la montaña, hay un control donde te marcan con pintura en alguna parte de tu cuerpo, como señal de que llegaste ahí. Después llegas a una una capillita que está allá arriba, donde había un campamento y mucha gente haciendo un gran ambiente. Te ofrecían de todo, desde agua y dulces hasta taquitos de frijoles a las brasas y muchas muchas porras.

Cuando comencé a bajar, comenzó mi tormento. El terreno estaba resbaloso y era incierto cada paso, me titubearon las piernas y empecé a tener mucho miedo de caerme. Iba bajando agarrándome de lo que podía, lento. Si sentía un corredor detrás le daba pista. Estaba a poco de dejarme atrapar por la desesperación, iba tensa, pero empecé a trabajar mi mente y mis piernas respondieron, sabía que entre más nerviosa estuviera, menos capaz sería de reaccionar al terreno y poco a poco fui agarrando calma y confianza para agilizar el paso, hubo resbalones pero nada aparatoso.

Así bajé y bajé y cuando menos pensé ya me encontraba terminando la parte más técnica del descenso. Era prueba superada.

Corrí entre los arroyos, baje las piedras con cuidado, agarré la calle rumbo a la plaza y no podía ocultar la sonrisa, iba corriendo feliz. Me sentía entera, muy contenta, y ligera, como si hubiera dejado un peso muy grande en la montaña.

La gente en la calle alentaba y yo agradecía cada aplauso, muchos me gritaban por mi nombre «¡Vamos Ross!» y eso se sentía padrísimo.

Vi la meta a lo lejos y cerré con mucha emoción. Crucé el arco y me encontré muchos hermanos del trail que me abrazaron y felicitaron, porque siempre da mucho gusto ver que un amigo llegó con bien.

Después de recibir mi medalla, me acerqué por mi kit de recuperación, porque ese es un plus de Chupinaya, tras cruzar la meta te espera una cerveza muy fría y un buen plato de pozole que recoges con tu número de corredor.

Se podrán dar cuenta entonces, que Chupinaya es una fiesta, en la que se celebra que estás vivo y que eres capaz de alcanzar grandes cosas. Es una hermandad en la que admiras la fuerza del primero que llega y la garra del último que cruza la meta, porque todos merecen una gran admiración.

Les comparto estas líneas, con las piernas aún dolidas, pero con la emoción de haberme traído la Chupinaya en el corazón. Y sobre todo les dejo este relato para que recuerden que caerse es parte de la vida, pero hay que levantarse, sacudirse y aprender la lección. 

Rosario Ramirez Gutiérrez