Empecé a conocer este maravilloso mundo del running a los 31 años. Me costó mucho trabajo dar esos primeros pasos ya que casi toda mi vida fui una persona sedentaria, pero poco a poco le encontré el gusto y me fui enamorando de ese simple movimiento de pies, de las salidas antes del amanecer, del cansancio, del sudor.
A los pocos meses descubrí que aún existían sueños en mi corazón y uno de ellos fue conocer al Sr. Maratón, pero pasaron más de dos años para que me animara a tratar con él. Esos dos años me la pasé probándome a mi misma, superarando mis límites, conociendo de lo que en verdad era capaz.
En el 2013 me la pasé corriendo puras distancias de 5 y 10k, tratando de aprender a correr, con muy malos resultados los últimos meses del año porque me lesioné, mis rodillas no soportaron tanto mi sobrepeso. Así en 2014 tomé la decisión de ser más disciplinada tanto en mis entrenamientos como en mi alimentación y aunque empecé el año con miedo, poco a poco fui recuperando la confianza. Incluí rutinas de fuerza en mi entrenamiento y los buenos resultados llegaron, así que me sentí lista para dar el siguiente paso ¡hacer un medio maratón!
Ese mismo año me gradué como medio maratonista con resultados muy buenos, más bien excelentes; incluso corrí tres medios maratones. Más fuerte y un poco más ligera, terminé el año muy bien, sin lesiones, con mucha confianza en mi misma (demasiada diría yo) y me inscribí para mi primer maratón en 2015.
A partir de febrero empecé con las carreras, decidí hacer los split que organiza adidas y tuve algunas carreras buenas y otras malas pero en las cuatro que corrí (6k, 9k, 12k y 16k) obtuve resultados muy buenos. Sabía que esto era fruto de mucha constancia, trabajo duro y disciplina, me sentía muy bien conmigo misma y hasta puedo decir que era un poco arrogante y estaba confiada en exceso por mis resultados en las carreras.
Antes de entrenar para el maratón pensaba que iba a ser algo muy sencillo, decía que para mi era fácil y que sin broncas en cuatro horas me lo iba a aventar, pero ¡qué equivocada estaba! En marzo, a la par de las carreras, comencé a entrenar para el gran encuentro, me sentía bien, y aunque en la etapa de los fondos en el entrenamiento los primeros fueron «fáciles», me sentía demasiado cansada y conforme aumentaban el entrenamiento me costaba más trabajo. Mi entrenamiento era por tiempo, en lugar de km con carreras de 2hrs, 2:30hrs y así, me empecé a dar cuenta que esto no iba a ser tan fácil como yo pensaba. Comencé a dudar de mi misma, a creer que no lo iba a lograr. Me decía casi a diario: «si me está costando mucho trabajo correr los 25km, ahora 42k, ¡no voy a poder!». Incluso consideré vender mi inscripción, pero aun así seguía entrenando.
Llegó el día de correr el 21k de adidas. Iba demasiado confiada en que iba a hacer menos de 2 horas, pues esa semana me tocaba descanso de sesiones largas, así que me tomé uno de 3 días para “llegar al 100” según yo. Los primeros 10k iba muy bien, me fui al lado del rabbit de 5:30’/km, pero cruzando esa barrera, todo empezó muy mal, mi rendimiento mermaba a cada paso que daba, mis piernas me pesaban, no me sentía bien. Me empecé a quedar atrás y se fue perdiendo mi reto de bajar de las 2 horas. Luego empezaron las subidas y al llegar al km 19 empecé a llorar; ya no podía, iba diciéndole a mi esposo, que me iba siguiendo en su bici, «ya no puedo, ya no puedo». El trataba de animarme, pero ahí es donde me di cuenta realmente lo que significa un maratón: todo ese cansancio que sentía era por causa del entrenamiento. Termine por pura fuerza de voluntad. No me paré, llegué a la meta muy pensativa y decepcionada porque no obtuve el resultado que esperaba, pero sobre todo dudando sobre si en verdad iba a poder con esos 42k, cuando ni siquiera había podido llegar a los 30km en el entrenamiento y ya llevaba más de 3 horas de carrera. Toda esa semana mis entrenamientos fueron muy malos, por el cansancio y la pérdida de confianza, pero ya estaba prácticamente a un mes de la prueba.
Sin embargo, el día del siguiente fondo llegué a los 30k. ¡Lo logré! Debo confesar que al alcanzar esa distancia algo cambió en mi y por primera vez en mucho tiempo estaba segura que lo iba conseguiría. Recuperé la confianza y seguí entrenando y contando los día para ese encuentro que llevaba años anhelando.
Llegó el gran día y me encontraba llena de nervios pero sobre todo ansiosa de lo que venía, de lo que iba a pasar, cómo iba a ser, ¿me toparía con el muro?. La noche anterior estaba platicando con mis hijos y mi esposo pero mi hijo, antes de irse a dormir, me dijo algo que se me quedó grabado en mi cabeza y me hizo pensar mucho: «ve a disfrutar mamá, no a sufrir», ¡que razón tenía! y me fui a dormir con esas palabras.
Desperté a las 4:15 am y entré al baño. Después preparé mi último litro de agua de limón con chía y suero, lo metí al refri y me metí a bañar, salí, me cambié y desayune dos panes tostados con mermelada, un plátano y una tacita de cafe. Tenía preparado todo lo que iba a llevar desde la noche anterior. A las 5:40 am ya estaba en el metrobus aunque mi bloque salía cerca de las 8:00 am. A las 7:36 am salí y ahí empezó mi gran aventura. Me fui tranquila, ya que los primeros 10k son determinantes en un maratón. Mi plan era comer un sobre de gel cada hora más o menos para no sufrirle mucho, así que esos primeros kms fui pensando en los puntos de hidratación.
La primera mitad transcurrió sin problemas, ni siquiera se me hizo pesado, iba disfrutando todo, la vista, el ambiente, los km, mi música, a los demás maratonistas, a la gente que nos estaba apoyando sin siquiera conocernos, aunque siempre tenía en la mente a mis seres queridos. Disfrutaba todo.
Durante la ruta habían chavitos que te estiraban la mano para darte una palmada, yo se las daba y eso me llenaba mucho de energía y me animaba. Pasé por el km 32 y ¡santa cacucha! me empecé a sentir tan triste, tan no sé cómo, que me solté a llorar y a partir de ese momento, se me hicieron eternos los km. Quité la música y sólo quería tirarme en el suelo a llorar y llorar; no sé si fue «la pared», porque físicamente no había cansancio, siento que fue más cansancio mental, hastío, aburrimiento. En el km 33, cuando ya estaba apunto de quebrarme y detenerme, me encontré a una amiga en la porra y me jaló para darme un abrazo, abrazo que me sirvió para seguir. Ya un poco más tranquila, pensé en mis hijos que no los podía defraudar, pensé en mi, cómo me iba a sentir, pensé en los que estaban esperando en la meta y llegando al km 35, todo eso que sentía se fue por arte de magia y me sentí mucho mejor, sobre todo, por que ahí estaba esperándome mi chaparrito que siempre se me aparece cuando más necesito un empujoncito, y me fue siguiendo en su bici.
A pesar de todos la gente que nos animaba y daba comida desinteresadamente, llegue al km 40 y aunque me dije “ya solo faltan dos” empezaron los calambres y aunque pensé en caminar el último kilómetro, decidí no detenerme; lo único que pensaba era en terminar. Al pisar el tartán todo eso desapareció y al cruzar la meta con los brazos siempre arriba para rozar el cielo con la yema de mis dedos, empecé a sentir que renacía, que había cambiado, que ya no era la misma de hace 4 horas 38 min. Sabía que ya nada iba a ser igual, ya era diferente, más fuerte, más segura: ¡me había convertido en maratonista!
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Roxana Cruz