«Mamá ya no quiero comer, las princesas no son gordas», una frase que me mató. Tragué saliva, sí, a mí también me estaba pasando. Le pregunté que de dónde sacaba eso, me contestó «no quiero tener panza».
No había más, mi hija repitió lo que escuchó. Desde ese día dejé de hacer una dieta (aunque por mi trabajo y mi autoestima varias veces me sometí a alguna) esta vez no había marcha atrás.
«Deja de hacer maratones, que los haga mi papá», otra frase que me tiró al suelo. ¿Por qué me lo pidió? Por la terrible ansiedad que ya me causaba contar números para todo. Números para el kilometraje, números para los días de entrenamiento, números para bajar los tiempos, números para la báscula y correr más rápido, números para las horas de entrenamiento, números, números, números…mi cabeza entró en una crisis de ansiedad por mis encuentros futuros con el running y ya no hablaba de otra cosa más que de eso. ¡Me volví monotemática!
Fue así como esos diálogos internos donde yo misma me saboteaba al exigirme un cierto peso y que luego los decía en voz alta cuando llegaba a la cocina y pensaba que debía comer todavía mejor porque si no, nunca dejaría de ser una tortuga corredora, los tuve que vetar de mi discurso abrumador. Me prometí que esta boca jamás volvería a decir que «debía bajar de peso» y al contrario, debía demostrarle a mi hija que así soy perfecta. Entonces, empecé a estudiar el lado biomecánico de la agricultura para entender la parte espiritual de los alimentos…obvio no iba a volverme una comedora compulsiva, sino que iba a demostrarle el arte de comer de forma equilibrada para vivir sin comerme las emociones.
Me replanteé mi relación con la carrera. Digamos que crecí emocionalmente y le encontré el lado filosófico al running. Alguna vez leí a mi amiga Dafne Tenorio decir que amaba a las personas para las que el maratón no era un acto de bravuconería sino un momento espiritual. Eso era exactamente lo que yo quería que mi hija entendiera. Se corre para aprender, no para ofender, y no me refiero a los demás, sino para ofenderte a ti mismo. El cuerpo es el lugar sagrado de todas las mujeres, siempre se lo he dicho, ¿entonces por qué me torturaba con dietas y números?
Correr me ha enseñado a ser honesta conmigo misma y ese doble discurso no podía mantenerlo más. ¿Y saben qué pasó cuando cambié mi actitud? Sorpresivamente bajé de peso como nunca y cuando dejé los números a un lado, correr 5, 10, 15, 20 kms se fueron como agua, se disfrutaron como antes.
Un día llegué a casa y mi hija me dijo: «qué bueno que fuiste a correr, estás muy contenta». Y mientras arreglaba su cuarto, apareció frente a mí con un mameluco y unos tenis puestos, me advirtió: «quiero ser corredora». Casi lloro.
La mayoría de las mujeres siempre tenemos ese pensamiento (a veces obsesivo) en la cabeza de querer estar más flacas y yo también lo pasé, una tortura socialmente aceptable. Aprendí a aceptar mi cuerpo ahora que soy mamá y no quiero que ella nunca más se trague estos complejos que la sociedad nos ha impuesto. Las mujeres somos perfectas y aunque muchas como yo tengamos el síndrome de la Super Woman (una guerra interminable con nuestro ego), al final, nos volvemos ejemplos de nuestras hijas. Y no, no quiero verla teniendo una relación de odio con la báscula ni con la comida. Ella vale más que eso, todas lo valemos.
Así que adiós dietas y números, ¡a disfrutar de la vida! Eso quiero que siempre lo lleve grabado en su memoria. Llevar una vida saludable no implica que tengas que tener el cuerpo de una Barbie irreal ni tampoco ser una buena deportista es que tengas que vivir obsesionada por los tiempos. Creo que la vida me hizo madurar.
Ser mamá vale más que todas las medallas del mundo, ser una buena mamá es la medalla que quiero conquistar.