Nunca olvidaré aquél momento, a mis siete años, en el que te dije que me había inscrito a una carrera de 2km. “¡¿Qué?!” Me gritaste. Claro que lo hiciste, jamás en mi vida había corrido más de dos vueltas al patio de la escuela en educación física y temías por lo que me podía pasar; sin embargo, me pasó lo mejor de la vida: convertirme en atleta.
Me llevaste a la carrera, me pediste que estirara un poco y que calentara. No querías que me acalambrara. Me acompañaste a la línea de salida, y me despediste.
Comencé mi aventura, correr, correr y correr, sin saber que había una técnica para controlar mis pasos y mi respiración.
¿En cuánto tiempo llegaría? No lo sabía, es más, ni siquiera sabía si lo haría. Lo único de lo que estaba segura era de que estabas esperando en la meta porque siempre has confiado en mí.
Seguía viendo al frente mientras escuchaba el golpeteo de mis pasos, los aplausos de las personas a lo largo del camino y una voz en mi cabeza que me repetía que había nacido para esto.
Por fin, a lo lejos vi la línea de meta y claro que estabas tú. ¡Gracias por esperarme mamá!
Y también gracias porque a partir de ese día acompañarme a mis entrenamientos se convirtió en tu hobbie. Gracias por las horas en las zapaterías buscando los tenis perfectos (y también por comprármelos).
Y ni cómo olvidar tus gritos en las gradas, si eran los que me recordaban que era momento de cerrar y abrir mi zancada.
Gracias por couchearme el corazón y por regresarme a las carreras cuando creía que no podía dar más. Gracias por apoyar a esta hija corredora que tanto de debe…
Con amor… Ale